Ricardo Jiménez A.
Las elecciones presidenciales peruanas en marcha han sacado debajo de la alfombra de los discursos políticamente correctos y puesto sobre el tapete público el persistente racismo y clasismo de sectores de la población peruana identificados con las opciones políticas de derecha. No es novedad, pasa prácticamente en todas las elecciones, dejando un acopio de expresiones como “auquenido de los andes”, “electarado”, y otras similares, para referirse a los líderes y votantes de opciones progresistas y populares que no son del gusto de los poderes económicos y políticos tradicionales. A las cuales se suman en esta ocasión perlitas como “la altura andina hace que la sangre no les llegue al cerebro”, “prefiero pagar la multa de mi empleada por no votar, antes que dejarla ir a votar por Humala”, o “nunca votaría por Humala porque el que vende apio en la esquina no puede ganar lo mismo que yo”.
No es casual que la opción política de Gana Perú y Ollanta Humala, que ha llevado por primera vez en la historia del país a representantes de las mujeres andinas quechuahablantes y de los indígenas amazónicos al Congreso, genere estas muestras de racismo y clasismo, encubiertas por las buenas maneras de la demagogia en el caso de las élites tradicionales del Perú oficial, y desembozadas por parte de sus seguidores con menos cultura o maña política. Tampoco es exclusivo, ni mucho menos, del Perú. Afecta a todas las actuales repúblicas latinoamericanas, construidas sin y contra los diversos pueblos indígenas, afro descendientes, mestizos y pobres, a lo largo de casi 200 años. No es arriesgado decir que éstas, precisamente, se construyeron sobre la base fundamental de la derrota de los primeros proyectos independentistas, los cuales además de la unidad continental, compartían la también postergada justicia social y no discriminación racial, que fundidas en la estructura de castas del dominio colonial, se prolongaron como pesada carga sobre las espaldas de nuestros países hasta hoy.
En ese contexto, resulta simbólico que los y las líderes de la primera generación revolucionaria independentista latinoamericana de inicios del siglo XIX, no sólo se ganaron el odio político de todas las fuerzas conservadoras y oligárquicas que adversaron su frustrado proyecto emancipatorio, sino que al igual como ocurre hoy a inicios del siglo XXI, sufrieron de manera personal su feroz descalificación racista. Micaela Bastidas, mama’talla genérala en la rebelión de su esposo, Túpac Amaru II, fue llamada con desprecio la “zamba” por sus enemigos, en razón de su ascendencia mestiza mulata; afro descendiente y española, por parte de su padre mulato, Manuel Bastidas; indígena andina, por su madre, Josefa Puyacahua. Francisco de Miranda, criollo venezolano, era descendiente de emigrados de las islas Canarias, por lo que estaban en la categoría de “Blancos de orilla”, con menos derechos que los blancos puros de la península española; razón por la cual sus adversarios y la aristocracia, tanto española como la “mantuana” criolla, lo llamarían despectivamente “el canario”.
Los oligarcas racistas llamaban con burla el proyecto de Bolívar como la “pardocracia” y a él mismo como el “longaniza”, o el “zambo”, en razón de su fenotipo físico, moreno y de baja estatura. O tal vez porque siendo huérfano, fue criado por una negra esclava a la que adoró, Hipólita. O por su estrecha amistad y fraternidad de lucha con Alejandro Petión, líder negro, independentista y anti esclavista de la temprana revolución anticolonial francesa de Haití, que derrotó a las mejores tropas de Napoleón y que en 1816 declaró el primer santuario anti esclavista en la historia de la humanidad. En su corto gobierno peruano hará los primeros decretos de reforma agraria eliminando los impuestos indígenas y devolviendo sus tierras. En Bolivia, expropiará a la iglesia católica para hacer las primeras escuelas para indígenas, afro descendientes y mujeres; el Vaticano lo excomulgará oficialmente por “saqueador de iglesias y hereje”. “Bárbaro” y “salvaje” llamaron a José Artigas, el aristócrata criollo rebelde, que expulsado de rancio colegio católico, prefirió vivir en el campo, entre los indígenas charrúas, que habían resistido fieramente al conquistador español, y entre los “gauchos”, agrestes y seminómadas arrieros de ganado, que lo siguieron fielmente en las luchas independentistas, donde incluyó la unión de repúblicas y la reforma agraria; imbatible en combate, finalmente traicionado por sus generales y forzado al exilio, se retira al actual Paraguay, junto a sus fieles lugartenientes, los negros “Ansina” y “Ledesma”, destacados oficiales y combatientes; para morir rodeado de indígenas y campesinos que lo llaman: “Overava Karaí”, el “señor que resplandece”, o “Karaí marangatú”, que en guaraní, significa “padre de los pobres”.
José de San Martín era criollo educado en Colegio de nobles de España, pero pobre, nacido en zona indígena, Yapeyú, y, peor aún, “moreno”, de fenotipo indígena, por lo que se le reputaba de ser ilegítimo, “indio”, “mestizo”, o “mulato”, con la intención racista de ofenderlo. Pero él, en septiembre de 1815, se reúne en el Fuerte San Carlos, zona indígena de frontera argentino chilena y parlamenta con los jefes pampas, pehuenches y mapuches, sumándolos a la causa anti colonial; y les dice orgulloso: “Yo también soy indio”. Marcó del Pont, jefe realista colonial en Chile, al firmar una comunicación para él, antes de la campaña de los Andes, se ríe diciendo a su emisario: “yo firmó con mano blanca, no como San Martín, que la suya es negra”. Más tarde, vencido y prisionero el arrogante español, al ofrecer su espada en rendición, San Martín, ironizando contra su racismo la superioridad del mérito militar, le contesta: “venga esa mano blanca, y deje V.E. su espada al cinto, donde no puede causarme ningún daño”. En el Congreso revolucionario de Tucumán de 1816, donde se declara formalmente la independencia Americana, se presenta, avalado por San Martín, la propuesta del “Incanato Unido de Sudamérica”, con el hermano de Túpac Amaru II, Juan Bautista, único veterano sobreviviente de la insurrección, como Inca. Al salir con la expedición libertadora del Perú desde Chile, en sendos “Manifiesto” y “Proclama” a los peruanos, escritos con el chileno Bernardo O’Higgins, llaman a “los hijos de Manco Capac… a sellar la fraternidad americana sobre la tumba de Tupac Amaru”. Los documentos son escritos en “dos lenguas”, la versión quechua empezaba así: “Llapamanta acclasca José de San Martín sutiyocc…”. En ellos lanza su inequívoco y significativo primer mensaje a la nobiliaria y aristocrática Lima: “El primer título de nobleza fue siempre el de la protección dada al oprimido”. Consecuente, con ello, entre las primeras medidas de su corto gobierno limeño, estarán las aboliciones de todas las formas de servidumbre y esclavitud indígenas, así como la “libertad de vientres” para los esclavos negros, haciéndose libertad absoluta, si combaten en las filas revolucionarias. Terminará también, como Bolívar, O´Higgins y Artigas, derrocado, exiliado y calumniado.
Simón Rodríguez, genial maestro de Bolívar y de América, fue hijo nacido fuera del matrimonio, huérfano, por tanto inscrito y criado bajo los descalificativos de “expósito” e “ilegítimo”. Como “ilegítima” fue Manuela Sáenz, que morirá acompañada únicamente de sus fieles amigas, las negras “Natán” y “Jonatás”, a pesar de haber entregado su vida y fortuna a la causa de la independencia, la justicia social y la unidad continental. Como “ilegítimo” fue también Bernardo O´Higgins, por lo que los señoritos de la rancia aristocracia santiaguina lo llamaban con sorna como “el huacho” Riquelme, y así lo describen los versos vibrantemente sociales y místicos de Pablo Neruda: “Cómo se llama Ud.”, reían / los “caballeros” de Santiago: / hijo de amor, de una noche de invierno, / tu condición de abandonado / te construyó con argamasa agreste, / con seriedad de casa o de madera / trabajada en el Sur, definitiva”. Él hará arrancar sus escudos de nobleza de las puertas, confiscará sus bienes para la causa libertaria Americana y reconocerá la independencia del Estado Mapuche. El derrocamiento, el exilio y la calumnia serán su castigo.
Convergencias de las biografías personales y las historias de los pueblos, círculos del tiempo nuestroamericano, como los llaman nuestros pueblos ancestrales. Ciertamente, los poderosos de ayer y de hoy siguen envenenando a los pueblos con el clasismo y el racismo para mantener la desigualdad extrema entre la miseria evitable de muchos y el privilegio escandaloso de pocos. Pero los pueblos no cesan tampoco de resistir y proponer. Está por verse si en esta vuelta se cierra un círculo y empiezan a cumplirse profecías de justicia y felicidad.
Fecha del artículo: 6 de mayo del 2011