“…expulsar
a un extranjero puede ser una empresa difícil, incluso aunque la culpabilidad
del mismo esté debidamente probada, o si se constató que ingresó en forma
clandestina. Se requiere la firma del Ministro del Interior y Seguridad Pública
para el caso de los residentes, y no existe un mandato para la entrega de
información por parte de los órganos de la Administración del Estado. Un
régimen abierto a las oportunidades de la migración sólo cobra sentido si es
posible expulsar, en forma expedita, a quienes se haya acreditado que atenten
contra el bien común”.
Estas
son palabras textuales del actual presidente de Chile, Sebastián Piñera, y son
parte del “marco normativo” (punto 3, párrafo 10) de la presentación de su
nuevo proyecto de ley de migración y extranjería a la Cámara de Diputados, el
20 de mayo de 2013. En ellas se queja de que la actual ley de migraciones, para
decirlo en palabras sencillas, es muy blanda a la hora de expulsar extranjeros
en irregularidad.
Aunque
usted no lo crea, está hablando de la ley migratoria elaborada bajo la dictadura
de Augusto Pinochet, no sólo la ley migratoria “más antigua de Suramérica” y
una de las más antiguas del mundo, sino absolutamente restrictiva, basada en un
criterio trasnochado de seguridad nacional, con plena discrecionalidad del
estado y contraria a los estándares internacionales de derechos adoptados
legalmente por Chile en las últimas décadas.
Era
tanta la arbitrariedad de este cuerpo legal, que los posteriores gobiernos
concertacionistas, incapaces de despinochetizar este ámbito, hicieron algunas
reformas menores de procedimientos administrativos y varios desusos de hecho de
sus aspectos más impresentables. A pesar de ello, las denuncias de
arbitrariedades y abusos a los extranjeros en Chile, desde que pisan una
frontera o un aeropuerto, han sido permanentes y han alcanzado en los últimos
años notoriedad pública. Numerosas denuncias legales han llevado incluso al
poder judicial a fallar a favor de la protección de los migrantes, por ejemplo,
frente a detenciones y encarcelamientos ilegales y violatorios de los derechos
humanos.
Sin
embargo, al señor Piñera le parece poco y reclama todavía más discrecionalidad
e incumplimiento de obligaciones para poder expulsar extranjeros y criminalizar
la irregularidad. En la antiutopía migratoria de su proyecto de ley, sólo el
interés de mano de obra barata empresarial, que supone identificado con el
nacional, dictará buenamente cuántos, dónde y por cuánto tiempo, algunos
migrantes recibirán la graciosa concesión de residir en Chile.
Mientras
el país necesita despinochetizar la ley migratoria para entrar democráticamente
al siglo XXI en este ámbito, a Piñera le parece blanda la xenofobia
pinochetista y la exacerba a estándares del siglo XIX. Sería cómico, sino fuera
trágico.
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