En Caral, la primera civilización suramericana, que data de hace cinco mil años atrás en la actual costa central de Perú, donde se erigieron las primeras y monumentales ciudades, las evidencias científicas muestran que durante diez siglos no hubo construcciones militares, ni ejército, ni policía, pero sí abundancia de comida, uso ritual y festivo de alucinógenos, instrumentos musicales, juguetes para los niños y dioses sin fiereza, benévolos y protectores de sus habitantes (Shady, 1999).
Cuarenta y cinco siglos después, en el siglo XV, cuando los invasores españoles llegaron a la costa de Chincha, a unos 360 kilómetros al sur de Caral por la misma actual costa peruana, encontraron que sus diez mil habitantes entraban a trabajar al mar por turnos, dedicando el resto del tiempo a regocijarse bailando y bebiendo, por lo que los españoles los tildaron de borrachos y ociosos (Rostworowski, 1988).
Son apenas dos ejemplos de un orden social que durante milenios se movió por una lógica distinta a las de otras partes del planeta. Donde existían relaciones de dominación, conflicto y violencia, pero que en lo fundamental concebía los saltos tecnológicos en las fuerzas productivas como fuente de abundancia para todos y felicidad colectiva. Donde todo estaba vivo y todo lo vivo era sagrado. Donde recíprocos intercambios mantenían equilibrios vitales entre las comunidades humanas, naturales y espirituales, las tres concebidas como equivalentes, incompletas y necesariamente complementarias. Donde, en fin, las élites dirigentes debían seguir ancestrales, estrictas e inviolables leyes de responsabilidad para sostener estos equilibrios y aquel bienestar, como límite y regulación, inmanente e inalterable, a las relaciones de dominación, conflicto y violencia (Grillo, 1993; Lajo, 2006; Milla, 2007 y 2008; Murra, 1972 y 1975; Roel, 2001; Rostworowski, 1988; Sholten, 1980; Valcárcel, 1997).
Es un hueso duro de roer para nuestra cultura occidental moderna, con un pesado legado filosófico e histórico de egoísmo, competencia e insolidaridad, naturalizado como “lo humano”, sobre las espaldas. Y tal vez uno más pesado todavía de autoritarismo intelectual y cientificismo hegemónico, descalificador de pensamientos alternativos, más aún cuando son considerados “resabios de atraso” “pre-científico” (De Acosta, 1590; De Sousa, 2010; Dussel, 1983; Mignolo, 2010; Quijano, 2000).
Nuestra primera reacción es a pensar que no fue posible; que es inconcebible que hayan existido tales sociedades; que seguramente se trata de una idealización irrealista de un pasado pretendidamente distinto; de inventarse un paraíso en la tierra, ajeno a la naturaleza humana; que algunos rasgos, si se quiere diferentes, no obstan para que en lo fundamental se haya tratado de lo mismo: competencia, dominación, explotación, egoísmo.
Tal vez por esto el humanista inglés Tomás Moro, quien escribió su famosa obra Utopía (Moro, 1516) dos décadas y media después de que Colón encontrará América para los europeos, ubicó esa isla que da nombre a su texto, y que mostraba un orden social opuesto al de Europa, más justo y equilibrado, en América del Sur, y hace su descripción a través de un supuesto navegante portugués que viaja a este continente con Américo Vespucio. Pero al mismo tiempo le niega existencia real al relato, al que llama primero “Nusquama”derivada de la palabra latina “Nusquam” que significa en ningún lugar, y que está emparentada con “Nunquan” que significa en ningún tiempo, nunca (Pardo, 1983).
Para Moro se trataba de reconocer la inspiración de su texto en la existencia de esas sociedades alternativas, al menos en algunos aspectos sociales fundamentales que aparecían más justos y equilibrados que los propios europeos; pero al mismo tiempo se trata también de relatarlos a un mundo, el europeo occidental, hegemónico, para el cual es inaceptable reconocer ninguna diferencia legítima, menos aún superior, a pueblos que considera“bárbaros” y elementos objetivos de “atraso” que obstaculizaban el progreso de la humanidad, como lo señalarán explícitamente, tres siglos más tarde, dos de los filósofos europeos más críticos y emancipatorios, en el Manifiesto Comunista (Marx & Engels, 1848).
En esa encrucijada y esa tensión, Moro finalmente opta por llamar a su libro, una aguda crítica social velada en ficción, con un nombre ambiguo o ambivalente: Utopía, que deriva del griego “topos” (topía) que significa lugar, y con dos posibles prefijos: “ou” que significa ningún o sin, o también “eu” que significa bueno o buen (Borges, 1995).
Curiosamente, Buen Vivir es el nombre con que en la actualidad, a inicios del siglo XXI, se rescata, re elabora y actualiza, la experiencia histórica de aquellas ancestrales sociedades latinoamericanas, especialmente andinas, justamente en esos aspectos que inspiraron a Moro, como nuevo paradigma civilizatorio, alternativo al occidental moderno en evidente crisis.
¿Un círculo (conceptual e histórico) que se cierra, como dicen los pueblos mayas?
¿Caminos que serpentean, se cruzan, separan y convergen, cincelados por encuentros y desencuentros históricos y epistemológicos?
¿La larga marcha de la humanidad por llegar finalmente a reconocerse a sí misma en su diversidad y en su comunidad de destino?
¿O el tejido difícil, paciente e insospechado, ojalá inevitable, de lo deseable, lo necesario y lo posible?
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