Siguiendo
la memoria de nuestros pueblos
ancestrales, recorro las regiones de San Martín y de Amazonas, el calor
intensamente verde de Tarapoto, el abrazo andino amazónico de Chachapoyas.
Bendigo las carreteras, son la
tecnología maravillosa que nos permite masivamente conocer estos territorios y
rastrear la huella de esas culturas, que así, de ese modo, gracias a la
carretera, se vuelven también efectivamente nuestras, parte de lo que también pluralmente
somos.
Sinuosas,
las carreteras, los caminos de trocha y los senderos, toman la forma de los
caprichos rocosos de las montañas, se enhebran en el tejido abrumador de las
selvas, acompañan el caudal amoroso de los ríos, las insondables lógicas de los
barrancos y desfiladeros. La carretera nos regala este goce aturdidor de la
vida en su estado más inmediato, nos transporta por la misma ruta de los
vientos, tayta huayra, y nos hace a ratos compartir la mirada de los cóndores.
Prudente,
como un huésped de las nubes, comprendo que la carretera es la actualización de
los andenes agrícolas, las colcas y los acueductos ancestrales, es cuando los
runas, humanos, entramos en la sallqa, Pacha mama, en equilibrio. Se me hace
evidente la sabiduría misteriosa de los pueblos que descifraron el código
vegetal de la vida, el lenguaje umbrío de las aguas y las piedras, el palpitar
de la vida en cada forma.
La
carretera es importante para la gente, dinamiza la vida y los intercambios, que
son la vocación incontenible de estos territorios. Sin embargo, no ocurre lo
mismo con las oportunidades, con la justicia. Mientras nosotros podemos venir
de lejos a hacer nuestro también, en el mejor sentido ancestral de esa palabra,
estos paraísos, la gente que nos recibe sabe demasiado de olvido y de abandono.
Un ejemplo, el internet, que en la ciudad de Chachapoyas -nombrada “fidelísima”
por el congreso revolucionario patriota por su heroica resistencia popular a
los ejércitos coloniales españoles- es insufriblemente lento, a carbón.
Inevitable pensar en la ironía histórica que representa el contrato de la
vergüenza, firmado por el gobierno con Telefónica española, a la que no sólo
tolera este maltrato en el servicio a pueblos y regiones enteras del país, sino
que encima la premia con 5 mil millones de soles en impuestos que no han pagado
ni quieren hacerlo, que servirían para superar tanta pobreza y evitarían la
cobardía de los estados de emergencia y los asesinatos impunes de la represión
a los más excluidos.
Pasamos
por Yurimaguas, Tabalosos, Soritor, Juanjui, donde hace décadas el hambre de
justicia hizo el amor con este olvido y en el desenfreno de su pasión arañó la
espalda de esta geografía. Pasamos por Bagua, cuya larga curva del diablo sigue
transitando este país, forzado por la traición a vivir de espaldas a la
fraternidad y de rodillas ante los poderes del egoísmo insaciable. Tayta apus,
mama tallas achachillas, no dejen que de ese trago amargo beba nuestro corazón,
llénennos de la furiosa belleza vertical de los acantilados, de las lluvias y
miradas milenarias que cincelan estas rocas, del guarapo y las chelitas justo a
tiempo, de las almas como huancas que no se venden de yanaconas del dolor.
Amaru de justicia queremos, Katari de esperanza respiramos.
Desde
las alturas que orillan y funden el mundo de las huacas con los ojos de los
runas, interrogamos los vestigios de lo colectivo, la pacarina de cómo es que
somos comunidad. Es como andar a tientas en la niebla de prejuicios y malas
interpretaciones; somos todavía un mundo que no sabe bien cómo mirar a otro
mundo, viejo y nuevo a la vez, a medio enterrar y a medio salir aún. Sin
embargo, los rastros de la reciprocidad humana y ambiental, nos hablan desde su
sólido silencio, actualizando en el
presente su verdad. A inicios del siglo XXI, en las estructuras de la ancestral
ciudadela de Kuelape en Chachapoyas, un equipo de expertos de la academia
reconstruyó una típica casa redonda de la cultura ancestral Chachapoya, de
ancha base y altas paredes de piedra con techo de paja. La casa reconstruida no
resultó, la esquiva geometría circular de esa arquitectura no pudo ser recreada
por los expertos del presente y luce un horrible entramado de alambres y
tablones para detener su inminente derrumbe. El hecho no puede ser sino simbólico,
contundente, desafiante de nuestra vanidad científica llena de miserias
sociales perfectamente evitables, de nuestra arrogancia moderna poblada de
horrores atómicos, químicos y bacteriológicos.
A
pesar nuestro, con o sin nosotros, el viaje de millones de años de las
enredaderas y volcanes para besar la mama cocha no ha terminado, la paciente
arcilla cuántica del tiempo, ahora empezamos a comprenderlo, no cesará jamás y
su destino sólo puede ser realizarse.
¿Podremos
nosotros desaprender el legado del extravío y reaprender a tiempo el mensaje
sistémico y vertebral que aún duerme acurrucado en la placenta metálica de
nuestros Andes; la generosidad universal grabada en la mullida y húmeda
serpiente de los valles; la felicidad de los ríos que se van pasando aguas y
nombres hasta dibujar el rostro de un continente?
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