La primera vez que escuché un cassette con canciones grabadas de Víctor Jara yo tenía 16 años, y tras escuchar los primeros diez minutos revisando las canciones, me sorprendió que hubiera música tan fea, tan extraña, me pareció incomprensible que a alguien pudiera gustarle.
Era 1980, y yo era en sentido sociológico hijo de la dictadura de Pinochet. De familia pobre, marginal, sin ninguna militancia ni interés político, más allá de la lucha por la sobrevivencia que llena la vida de los muy pobres, yo había crecido y sido formado en ese mundo sombrío, disciplinado, represivo, silencioso, asustado y sin memoria, que era el Chile bajo dictadura.
Desde el golpe de 1973 y hasta 1979, habían transcurrido años de intenso terror de estado, una de cuyas primeras víctimas fue Víctor Jara, y el exterminio físico de los miles de cuadros del movimiento social y político popular que había tomado décadas formar, muchos de ellos en heroica resistencia.
Yo, como millones de mi generación, crecí ignorándolo o teniendo apenas una vaga y relegada visión de que algo grave había ocurrido y era mejor no meterse en eso. No había, ni se sabía de nada parecido a la democracia, los partidos o tan siquiera discusiones cotidianas que hablaran de política.
Para 1980, sin embargo, el pueblo chileno renació de sus cenizas y comenzaron las primeras protestas masivas en las calles. Vertiginosamente, como un reguero de pólvora que se enciende, “la política”, como se decía en esa época a la resistencia, se extendió por barrios y colegios.
Al principio con mucho miedo y desconfianza, pero finalmente movido por una vaga certeza de que era mejor arriesgarse y protagonizar algo que seguir mi destino social, marcado para la exclusión, falta de oportunidades e insignificancia, comencé a hablar con “los políticos”, a discutir y razonar con ellos, a recibir y leer sus libros y escuchar las nuevas y extrañas músicas que me pasaban.
Los libros y las canciones “comunachas”, esa era la palabra despreciativa generalizada en dictadura para todo lo de izquierda u oposición al régimen, estaban literalmente prohibidas por ley y eran un delito castigado con cárcel y, era un secreto a voces, la tortura o la muerte. Lo serían todavía hasta 1983.
No recuerdo bien, pero a mí me parece que la primera grabación en cassette que me pasaron fue la de Víctor Jara, un “compañero cantante, al que mataron los milicos”; recuerdo que eran sus canciones clásicas más conocidas. Yo nunca en mi vida había escuchado a un cantante solo con su guitarra, tocando melodías que no fueran las de moda y menos hablando de algo más que unas cuantas frases de amor refritas. Como dije, me pareció tan extraño y tan feo ese canto que lo saqué luego de diez minutos y lo devolví sin hacer comentarios.
Durante toda mi vida hasta ese momento, mi universo cultural se reducía a muy pocos elementos. Las eternas músicas populares de boleros y cumbias, típicas de los pobres en esa época. En las radios, la única música en español era romántica y de modas bailables ligeras. Unas cuantas FM sólo trasmitían música en inglés todo el día, todos los días. En el colegio, era obligatorio aprender y cantar los himnos de las fuerzas armadas, algunos de los cuales llegaron a gustarme sinceramente. El “folclor” chileno era apenas un conjunto de canciones insípidas cantadas por “Los Huasos Quincheros”, una especie de grupo oficial cómplice de la dictadura. Recientemente, habían llegado al barrio, al igual que en todos los barrios populares de Santiago, las primeras máquinas de juego electrónico, en torno a las cuales pasábamos todos nuestros ratos libres.
Sin embargo, para cientos de miles de esa generación la conciencia política y la sensibilidad artística se desarrollaron con la velocidad de la luz. Apenas en unos meses, y producto del incendio de rebelión que recorría el país, nuestros barrios y colegios, pasamos de ese marasmo sin horizontes a la militancia y a la resistencia, a la formación política y muy especialmente cultural.
Antes de un año, yo conocía bien y escuchaba a diario casi toda la obra de Víctor Jara y de otros grandes artistas populares prohibidos. Sus canciones jugaron un rol tan o más importante que los teóricos revolucionarios cuyos libros devorábamos con la avidez de los condenados a muerte.
A través de sus canciones, de libros testimoniales como el clásico “Canto Truncado” de su compañera, y de entrevistas y reportajes leídos en las primeras Revistas culturales permitidas como “La Bicicleta”, Víctor fue de hecho un compañero cotidiano y un maestro político y cultural para mi generación.
El segundo encuentro
Con los años, mi formación política más crítica y, ahora lo sé, el dolor que la tragedia de mi pueblo sedimentaba en mi corazón, llegué también a discrepar y criticar virulentamente a Víctor. Él era militante del Partido Comunista, partido que había apostado a la estrategia de ceder ante la derecha para detener el inminente golpe de estado.
Víctor es detenido tras el golpe en la Universidad Técnica del Estado (hoy Universidad de Santiago), donde trabajaba como docente. Curiosamente, el golpe de estado se anticipó para ese día 11 de septiembre porque el Presidente Allende anunciaría públicamente, en un acto justamente en esa Universidad y donde cantaría Víctor, un plebiscito de consulta de continuidad o no de su gobierno para superar de manera pacífica e institucional la grave crisis generada por el golpismo en marcha.
Allí, los trabajadores y estudiantes se concentraron a esperar a ver qué ocurría y qué podían hacer, y la resistencia no era una opción; por el contrario, el gobierno popular del Presidente Allende había concedido en el congreso la infame “ley de control de armas” que permitió preparar el golpe a los militares, reprimiendo duramente a los sectores populares organizados.
A los ojos de mi generación militante, a una década de distancia y horror, formados en la clandestinidad y la resistencia, eso nos parecía cuando menos una ingenuidad, y hasta llegamos a decir cosas peores, de manera inmadura, irresponsable e injusta.
Por supuesto, más tarde, como parte de mi crecimiento, comprendí lo ligera que era esa crítica. Ciertamente, sigo creyendo que hubo errores y que debemos sacar lecciones de ello, pero sin perder nunca de vista lo complejo, y sobre todo atado a su contexto histórico, que son los procesos revolucionarios reales -no teóricos- y que no se puede tan fácilmente mirar desde el futuro para pedir al pasado que supiera lo que hoy sabemos.
El tercer encuentro
Avanzando en el tiempo y en el crecimiento personal, tuve lo que llamo mi tercer encuentro con Víctor. Con mi percepción más abierta, conocí, reflexioné y aprendí todavía mucho más de él. Pude llegar a comprender perfectamente porque él es una de las personas destinadas a ser arquetipos, símbolos de lo trascendente para los pueblos y para toda la humanidad.
Ante todo, me impresiona la ternura perenne, invencible, de su creación, de sus actos, de sus actitudes. Incluso en sus expresiones más militantes y de controversia, esa ternura lo impregna todo. Cuando me detengo con atención en esa ternura, siento como si de verdad hubiera escuchado y pudiera recordar la sonrisa ancha con que casi siempre aparece en sus fotografías y vídeos.
Artísticamente, Víctor hizo, a mi juicio, lo que otros hicieron en la política de su época, reconoció, dio voz y representó, trajo al escenario e hizo conciente, a sectores sociales que no eran tomados en cuenta hasta entonces, incluso por la izquierda tradicional: los pobres y marginales del campo y la ciudad.
Se lo permitió su temprana biografía campesina marginal y la influencia de Violeta Parra, entonces una desconocida o despreciada para la mayoría del país, pero que Víctor conoció y de la que aprendió decididamente.
También influyó en ello, y a contramano de ciertas rigideces de la izquierda de la época, un rasgo que lo conecta a lo hondo de las clases más populares; su obra tiene un profundo sentimiento religioso cristiano, crítico de la iglesia católica cómplice de las injusticias, pero al mismo tiempo llena de alusiones bíblicas y compañera de la iglesia de la liberación, como expresa por ejemplo su famosa “Plegaria a un labrador”.
No fue su única excentricidad para la izquierda tradicional de la época. La genialidad y sensibilidad artística de Víctor le permitió estar a la vanguardia en superar prejuicios propios de la inmadurez del movimiento revolucionario de entonces, como los que rechazaban las manifestaciones de la música rock por considerarla ajena e imperialista, “una flor transplantada” como escribió despectivamente una revista de izquierda del momento contra nada menos que el grupo Los Jaivas.
Víctor fue el primero y el que llegó más lejos (porque hubo otros cantores jóvenes en la misma línea, como Patricio Manns y Angel Parra), en romper con esa limitaciones erradas y fue amigo personal del grupo Los Blops, uno de los fundamentales históricos del rock chileno, cuya canción Los Momentos es uno de los himnos populares del país.
Víctor usó a Los Blops como banda de acompañamiento en su famoso disco “El derecho de vivir en paz”. Y Los Blops, impactados por el horror de su muerte le escribieron su canción “Sambaye”, en la que, según han declarado, inventaron una especie de idioma sin significado y con metáforas de los sueños porque literalmente no sabían cómo decir lo que significó para ellos el asesinato de Víctor y lo que estaba pasando.
El último encuentro, por ahora
Ahora, con motivo de cumplirse 41 años de su asesinato, compañeros peruanos me han invitado a reseñar a Víctor en un acto homenaje que le harán en Lima. La sabiduría ancestral de los pueblos mayas nos habla de círculos que se cierran, de coincidencias del tiempo, las cosas y las personas plenas de significado y sentido. Y así asumo esta invitación. Lo considero mi nuevo y último encuentro con Víctor, por ahora, porque para mí Víctor sigue creciendo y yo espero seguir creciendo, al menos algo más, también.
Fue aquí, en Perú, donde Víctor Jara grabó la que es su última actuación en vídeo para la TV peruana, en julio de 1973. Mi amigo y compañero, el trovador Jorge Millones, me ha contado que la grabación original se salvó apenas de que la borrarán para grabar encima un partido de fútbol durante la dictadura de Fujimori.
En esa ocasión, Víctor estuvo en Lima, en Cusco y en Ayacucho, donde habló de la batalla de Ayacucho, que rompió la dependencia colonial con España, y de cómo en el Chile de entonces se quería a Velasco Alvarado. El gran maestro compositor peruano, Manuel Acosta Ojeda, me relató su conversación telefónica con Víctor en esa ocasión, un diálogo entre gigantes de la ética y la sensibilidad popular.
Plenamente conciente del peligro, como lo muestran sus entrevistas, Víctor decidió regresar a Chile para enfrentar su destino de la única forma que sabía, con ternura, con fe y con consecuencia.
En Chile, hoy, una lenta, demasiado débil y tardía justicia está procesando a algunos de los implicados más directamente en su asesinato. Es todo un símbolo de esa democracia misma que tras una larga y dolorosa lucha conquistó, a medias, muy a medias, el desangrado pueblo chileno. Y todo un símbolo de que esa la lucha por la democracia continua y avanza.
Feroces puertas blindadas todavía persisten en cerrar al pueblo las grandes alamedas, pero las nuevas generaciones, con el alma llena de banderas y canciones, no cesan de patearlas con coraje y belleza. Víctor sigue alimentando y formando a esas nuevas generaciones, como hizo con la suya y con la mía.
Gracias, Víctor.
No hay comentarios:
Publicar un comentario