Cuando en medio de la primera guerra mundial, se derrocó a los zares rusos y asumió un débil gobierno socialdemócrata, Lenin era un político ruso en el exilio, desesperado por retornar a Rusia y agitar la revolución bolchevique.
La oportunidad le vino por la oferta inesperada del Kaiser Alemán Guillermo Segundo, quién tenía las manos manchadas con la sangre de los comunistas alemanes a los que había reprimido duramente y que además era el enemigo de Rusia en la guerra, causante de la muerte de millones de soldados campesinos y obreros rusos.
Lenin aceptó la oferta, a pesar de esos crímenes de su aliado del momento (táctico) pero enemigo permanente (estratégico). Esto trajo el rumor muy difundido de que Lenin era un traidor “agente alemán”.
Cuando los bolcheviques triunfaron, volvieron a pactar con el Kaiser para lograr la urgente salida de la exhausta Rusia de la guerra. Para ello, se vieron obligados a entregar casi la mitad del territorio ruso a los alemanes y sus aliados. Esto confirmó para muchos que Lenin era un “agente alemán”. Una buena parte del partido bolchevique se opuso y el mismo canciller, Trotsky, demoró al máximo la firma del tratado, que finalmente quedaría nulo por la derrota alemana en la guerra, aunque los territorios no terminarían de recuperarse sino décadas después, al final de la segunda guerra mundial.
No por casualidad, sólo unos meses más tarde de la firma del tratado, Lenin sufriría un grave atentado del que se confesó autora una veterana revolucionaria y guerrillera urbana de izquierda rusa.
En medio de las convulsiones de la reciente y débil república China, en 1927, el general Chiang kai-Shek, dirigente del partido Kuomintang, hasta entonces aliado de los comunistas, desató una sorpresiva y cruenta represión contra ellos, con masacres en varias ciudades del país, que en Shangai alcanzaron el asesinato de 12 mil personas. Se inició así una despiadada y larga guerra civil entre ambos.
Diez años después, en 1937, Japón invadió China. El líder comunista chino, Mao Tse Tung, propuso a su enemigo, Chiang Kai-shek, con las manos manchadas de sangre de miles de sus camaradas, una alianza táctica para enfrentar juntos al invasor japonés. Tal era el odio entre ambos bandos, que muchos comunistas, comprensible y válidamente, se opusieron y condenaron semejante alianza. Incluso, el propio Chiang se negó y sólo la aceptó cuando oficiales suyos lo tomaron prisionero y lo obligaron a aceptarla.
Las posteriores victorias revolucionarias de ambos, Lenin y Mao, borraron del registro histórico oficial las generalizadas y fuertes críticas morales, del todo comprensibles y validas en el momento, a sus alianzas con quienes tenían las manos manchadas con la sangre de sus propios camaradas y del pueblo. Y, de hecho, hoy casi nadie pone en duda la odiosa necesidad del momento que las motivó.
Estos casos, más notorios y extremos, ilustran un principio que opera en innumerables otros ejemplos históricos similares. Y sirven para reflexionar con madurez y serenidad que las políticas de alianzas tácticas con enemigos políticos, incluso con las manos manchadas con sangre, son una posibilidad, una necesidad odiosa impuesta por las circunstancias, para la cual no existen reglas infalibles, y debe ser definida, con todo el riesgo inevitable, en cada caso.
Los argumentos morales siempre importan, más aún son imprescindibles, pero no son los únicos y deben sopesarse con las limitaciones impuestas por la realidad y los objetivos superiores que buscan alcanzarse en el momento. Como se ha dicho acertadamente, la pregunta más importante no es con quién se hace alianza sino para qué y qué circunstancias y limitaciones la obligan.
Por supuesto, como ocurre con todo en política, siempre es una apuesta y no hay garantías de triunfar en los objetivos buscados como ocurrió con Lenin y Mao. Por lo mismo, frente a estos dilemas se precisa aún más madurez y seriedad que nunca en el análisis.