martes, 11 de septiembre de 2018

Allende, el valor de la palabra

“Mis palabras no tienen amargura sino decepción. Que sean ellas un castigo moral para quienes han traicionado su juramento… Colocado en un tránsito histórico, pagaré con mi vida la lealtad al pueblo. Seguramente radio Magallanes será acallada y el metal tranquilo de mi voz ya no llegará a ustedes. No importa. La seguirán oyendo. Siempre estaré junto a ustedes”Salvador Allende, último mensaje, 11 de septiembre de 1973


















Era un intelectual acabado pero que prefería el activismo político, gustaba de la vida y los placeres mundanos, le decían el ‘pije’ cariñosamente porque gustaba de vestir muy bien, pero su abnegación por los sectores más pobres y su sentido de justicia era de una militancia sin límites que le gustaba vivir en los hechos, sencillamente, sin arrogancias ni vanidades.

Aunque disfrutaba el debate político y la sólida argumentación, creía mucho más en la unidad de los sectores progresistas y de izquierda que en los sectarismos brillantes. “Cuando yo era joven, a mí me expulsaron de un grupo universitario que se llamaba Avance”, contaba el mismo en sus intervenciones públicas, “porque decían que no era suficientemente revolucionario. Ellos, los que me expulsaron, se hicieron latifundistas, los expropiamos con la reforma agraria, eran dueños de acciones en la bolsa, también se las nacionalizamos, y a mí los trabajadores de mi patria me llaman el compañero Presidente”.

Su sentido del honor de la palabra empeñada era extremo, casi caballeresco medieval. En más de una ocasión, desafió a duelo a quienes lo ofendían, ninguno se atrevió a aceptar el desafío. En 1959, el Che Guevara le obsequió en La Habana el segundo ejemplar de su libro “Guerra de guerrillas” (el primero fue para Fidel). El Che, que era del mismo carácter que Allende, médico también, y que sabía bien a Allende empeñado en la vía revolucionaria electoral para Chile, mientras él buscaba la armada, le dijo: “yo sé bien quién es usted, hablemos con confianza”. Con la capacidad que el Che tenía para calificar a las personas, en la dedicatoria de su libro le escribió: “A Salvador Allende, que por otros medios, tratar de obtener lo mismo”.

Esa palabra empeñada con el guerrillero heroico lo llevó años después, en 1968, tras la muerte del Che, y siendo congresista y Presidente del Senado de Chile, a trasladar personalmente en avión a los sobrevivientes de la guerrilla boliviana a lugar seguro, para elevar con su propia persona el costo político de un atentado que según se decía haría la CIA norteamericana contra los guerrilleros. Los compañeros del Che agregaron sus saludos agradecidos al lado del de su comandante en aquel mismo libro obsequiado años antes.

Esa palabra empeñada le valió ser el factor más potente de unidad histórica de la izquierda y los sectores progresistas chilenos, lo que popular y cariñosamente se llamaba “la muñeca” de Allende. Unidad Popular que gestó ese proceso revolucionario para el cual él había reclamado carácter inédito, creador, siguiendo a Bolívar, al que admiraba públicamente a pesar de ser marxista y para molestia de muchos de sus compañeros más ortodoxos. “La vía chilena al socialismo, con empanadas y vino tinto” era la frase con que había logrado prácticamente patentar esa revolución por vías democráticas burguesas, electorales, para la cual el pueblo chileno había tardado casi un siglo en formar y acumular los miles de cuadros y organizaciones que le dinamizaban.

Y esa palabra empeñada fue también parte de las debilidades de ese proceso. Por ella, hizo concesiones, tal vez demasiadas, a una democracia formal que había jurado respetar mientras otros no la rompieran, y así lo cumplió. Como lo había comprometido, no tomó medidas para armar al pueblo mientras la democracia se mantuvo formalmente, y eso facilitó objetivamente el zarpazo imperial y de sus lacayos.

Pero fue el primero en tomar las armas y dar su vida en la defensa de esa democracia y esa revolución cuando los golpistas la aplastaron. Tenía 65 años de edad y no era soldado sino médico y Presidente.

“Ustedes harán lo que tanto han vociferado, yo tengo muy claro lo que me toca hacer”, respondió a “líderes” izquierdistas conocidos por sus discursos radicales que llegaban espantados de miedo a preguntarle qué hacer ante el golpe. A los militares vende patrias que se presentaron a ofrecerle rendición con exilio dorado y argumentos de realismo político, les respondió secamente: “¡El Presidente de Chile no se rinde, mierdas!”

Con su ya legendario Grupo de Amigos Personales – GAP de seguridad, una veintena de muchachos resueltos armados de decoro y ametralladoras, detuvo a fuerzas blindadas, de infantería y aéreas por casi 5 horas. “Porque el hombre de la paz era una fortaleza”, explicó el poeta uruguayo universal Mario Benedetti.

En medio de los combates, con el aire ya casi irrespirable y la casa de gobierno destruida y en llamas, su médico personal logra encontrarlo disparando por una ventana y lo toma por los pies para llevarlo a lugar más seguro. “Suéltame, conchatumadre”, le grita el Presidente, creyendo que se trataba de soldados golpistas que habían logrado ingresar a la Moneda. Cuando le reconoce, le dice con total serenidad: “No ves, Luchito, que esto era más grave de lo que creías esta mañana”.

Ya sin parque para las ametralladoras, Allende se despide de sus compañeros sobrevivientes y les ordena entregarse para no morir quemados en las ruinas del edificio, señalándoles que han cumplido con creces su juramento a la Patria.

Él guarda los últimos tiros para suicidarse y no caer en manos de los militares felones, a los que desprecia, entre ellos Pinochet, quien sólo hace algunas semanas le juró lealtad y por quién Allende, sin saberlo entre los golpistas, muestra preocupación y dolor creyéndolo entre los caídos por el golpe. La grandeza de uno es la medida de la bajeza del otro. El que traiciona a su pueblo para defender los intereses de los poderosos. Y el que regala a su Patria la luz profética de su palabra empeñada.

En sus últimas palabras profetizó que su voz no sería acallada y que lo seguiríamos oyendo, y continúa cumpliéndonos con su palabra.


Ricardo Jiménez A.

lunes, 27 de agosto de 2018

Xenofobia hacia venezolanos es profundamente anti patriótica



La xenofobia hacia inmigrantes venezolanos que algunos actores políticos irresponsables muestran por estos días en Perú, no solo es inmoral, sino profundamente anti patriótica.   

Es un hecho que esta particular oleada inmigratoria venezolana fue provocada intencionalmente por la irresponsabilidad histórica del gobierno anterior de PPK, que cometió la imperdonable negligencia de rebajar la normativa migratoria a fines de propaganda ideológica, contrariando los preceptos técnicos y de derechos humanos básicos a considerar en esta materia. 

También es un hecho que al menos 60 mil peruanos que en años anteriores migraron a Venezuela, aún permanecen allí, según cifras oficiales del estado peruano[1]. Señal innegable que pone en cuestión el carácter de hecatombe terminal de la crisis económica en ese país, en el que insisten las grandes cadenas mediáticas.       

Más allá de ello, hay quienes en Perú han visto un buen negocio político electoral en mostrar públicamente xenofobia hacia los venezolanos. Sin importarles que con ello rebajan la ciudadanía y los valores morales de su propia gente, despertando los peores anti valores y las más bajas pasiones egoístas e insolidarias. Tampoco que todavía, según cifras oficiales, haya casi dos millones y medio de peruanos residiendo en otros países[2], a los cuales les sería trágico sufrir una xenofobia similar.

Bicentenario

Pero, justamente ahora que el Perú se acerca a su bicentenario de la independencia anticolonial, resulta necesario destacar que esas expresiones xenófobas hacia los venezolanos son también profundamente contrarias al auténtico significado histórico y político de esta conmemoración patriótica.

En 1822, cuando aún hollaban los suelos suramericanos las fuerzas militares del contumaz poder colonial español, los líderes patriotas de los pueblos en lucha por su emancipación, supieron diseñar y ejecutar la tarea estratégica, imprescindible al desarrollo y felicidad, de coaligar formalmente las nacientes repúblicas.

Se trata del Primer Tratado de Unidad Suramericana. Fruto y evidencia de la convergencia esencial entre los dos grandes libertadores suramericanos y del Perú, Simón Bolívar y José de San Martín, formalización lógica y consecuente de su comunión de lucha y del objetivo compartido de integración continental, el “Convenio de unión, liga y confederación perpetua” entre Perú y la Gran Colombia[3].

Siendo ministros plenipotenciarios, por el gobierno de San Martín en Perú, Bernardo de Monteagudo, y por el gobierno de Bolívar en Colombia, Joaquín Mosquera. Se trataba de la más plena unidad militar, comercial y ciudadana, que hacía fundirse los derechos y deberes de peruanos y gran colombianos en todos los planos como uno solo y que se ofrecía a todos los demás Estados del continente. 

El 1° de mayo de ese año 1822, Mosquera arriba a Perú con su misión diplomática, definida en los siguientes términos por Bolívar: “la asociación de los cinco grandes Estados de América para formar una ‘nación de repúblicas’, objetivo tan sublime en sí mismo que no dudo vendrá a ser motivo de asombro para Europa. La imaginación no puede concebir sin pasmo la magnitud de un coloso que, semejante a Júpiter de Homero, hará temblar la tierra de una ojeada. ¿Quién resistirá a la América reunida de corazón, sumisa a una Ley y guiada por la antorcha de la libertad?”.[4]

La alusión a los cinco países en la cita, se refiere inequívocamente a la Gran Colombia de entonces, que incluía a Venezuela,  Ecuador y Panamá; al Perú de entonces, que incluía a Bolivia y parte de Argentina. Y a la explícita instrucción de proyectar el Tratado a Chile y las entonces Provincias Unidas, actuales Argentina, Uruguay y Paraguay.

Para aquilatar la visión de futuro del Libertador en esta temprana misión unitaria, cuando aún no se ha derrotado completamente al poder colonial español, cabe señalar que se trataba, en su intención e instrucciones a Mosquera, de incluir en el Tratado los territorios y pueblos de nueve de las actuales doce repúblicas suramericanas independientes que conforman la totalidad suramericana de la actual UNASUR, con solo Brasil (entonces monarquía constitucional y esclavista, formalmente independiente, bajo monarca portugués), Guyana y Surinam (entonces colonias inglesa y holandesa, respectivamente) no consideradas, además de Panamá que por entonces no existía y sería separada de Colombia a inicios del siglo XX.

Que el Tratado no era una simple declaración de intenciones o formalización de solidaridad ante el enemigo común, y que más aún, no se limitaba siquiera a la pura alianza de defensa, sino que se convertía en un instrumento ejecutivo de integración amplia y estructural, lo muestra el propio tenor de su texto que habla de un “Tratado de Unión, Liga y Confederación de paz y guerra... para asegurar la independencia americana, entre Colombia y Perú... para sostener con su influjo y fuerzas marítimas y terrestres... su independencia de la nación española y de cualquier otra dominación extranjera, y asegurar, después de reconocida aquella su mutua prosperidad, la mejor armonía y buena inteligencia, así entre sus pueblos, súbditos y ciudadanos, como con las demás potencias con quien deben entrar en relaciones”[5]. 

Consecuente con la permanente lucha programática por la unidad continental, “los libertadores de Colombia y Perú se obligaban formalmente a interponer sus buenos oficios con los gobiernos de los demás Estados de la América antes española, para entrar en este Pacto de unión, liga y confederación perpetua”[6].    

Ciudadanía suramericana

Impuesta por las necesidades de la hora, el Tratado establece, en primer lugar, la alianza conjunta militar y de defensa (letra a). También la unión comercial (letras c y d). Establece también mecanismos conciliatorios y pacíficos para desacuerdos limítrofes al interior de la confederación, y la defensa conjunta del sistema democrático republicano, ante amenazas en cualquiera de los Estados (letras e y f).      

Pero el Tratado establece, además, algo de trascendencia inconmensurable. Por primera vez en la historia republicana, crea la ciudadanía suramericana: “...los ciudadanos de Perú y de Colombia gozarán de los derechos y prerrogativas que corresponden a los ciudadanos nacidos en ambos territorios, es decir, que los colombianos serán tenidos en el Perú por peruanos y éstos, en la república, por colombianos” (letra b).

Normativa  que igualaba en fuerza y unión a los estados del sur con la poderosa confederación de estados del norte de América, que dejaba simplemente sin significado el propio concepto de migración entre los pueblos suramericanos y haría impensable las actuales manifestaciones de xenofobia hacia venezolanos en Perú.

Vigencia

El tratado fue publicado en Perú por medio de una “Gaceta extraordinaria” por expresa instrucción de San Martín, cuyo gobierno lo aprobó el 15 de julio. En Colombia, la fuerte oposición a Bolívar logra demorar su aprobación por el senado hasta el 12 de julio del año siguiente, 1823.

Ciertamente, la caída del Ministro Bernardo de Monteagudo en Perú, y el auto exilio de San Martín, así como la conspiración contra Bolívar y su proyecto de federación suramericana, tanto en Perú como en Colombia, terminaron por derrotar la aplicación del Tratado.

Sin embargo, queda como uno de los primeros y más grandes hitos en la memoria continental de unidad e integración y como prueba irrefutable del programa continental de la revolución patriótica anticolonial.

Dos años después, en diciembre de 1824, dos días antes de la batalla de Ayacucho, que habría de sellar estratégicamente la independencia continental del poder colonial español, Bolívar y su Ministro peruano, José Faustino Sánchez Carrión[7], firman el Decreto del gobierno peruano donde convocan a los gobiernos de Chile, Perú, las Repúblicas Unidas (actual Argentina), México y Guatemala, al Congreso de constitución de la Federación Suramericana, teniendo como sede el istmo de Panamá, entonces parte de la Gran Colombia. 

En el llamamiento al famoso “Congreso Anfictiónico de Panamá”, traen a la memoria el señero primer Tratado de Unidad Suramericana, realizado entre los libertadores de tres y cinco repúblicas, Bolívar y San Martín, en 1822: “El gobierno del Perú celebró en 6 de julio de aquel año un tratado de alianza y confederación con el plenipotenciario de Colombia; y, por él, quedaron ambas partes comprometidas a interponer sus buenos oficios con los gobiernos de la América, antes española, para que entrando todas en el mismo pacto, se verificase la reunión de la asamblea general de los confederados”[8].

Por esos mismos días, se publica un Ensayo que celebra y llama vehementemente a sostener la iniciativa: “Ningún designio ha sido más antiguo entre los que han dirigido los negocios públicos, durante la revolución, que formar una liga general contra el común enemigo y llenar, con la unión de todos, el vacío que encontraba cada uno en sus propios recursos...”[9]. Quien lo escribe no es otro que el mismo que actuara como plenipotenciario del Perú en el histórico Primer Tratado: Bernardo de Monteagudo.

Fiel a su concepción de radical inclusión e igualdad social, anti oligárquica, como componente de esta unidad continental, Monteagudo agrega: “...el año 25 se realizará, sin duda, la federación hispanoamericana bajo los auspicios de una asamblea cuya política tendrá por base consolidar los derechos de los pueblos y no los de algunas familias que desconocen, con el tiempo el origen de los suyos”[10].

Apenas publicado el Ensayo, el último gesto revolucionario de uno de los firmantes del Primer Tratado de Unidad Suramericana, este ilustre, aunque extremadamente polémico patriota, fue asesinado en Lima, sin que pudiese esclarecerse nunca a los autores intelectuales. Poco antes, había escrito en las trincheras periodísticas patriotas su epitafio: “Yo no renuncio a la esperanza de poder servir a mi país, que es toda la extensión de América”[11]. 

Todo un símbolo del auténtico proyecto patriótico que está próximo a conmemorar dos siglos en Perú y un indicador incontestable del carácter profundamente anti patriótico de la actual xenofobia hacia los venezolanos.



27 de agosto de 2018.
Ricardo Jiménez A.




[1] Instituto Nacional de Estadística e Informática (INEI) (2017). Estimación y Análisis de la Migración Internacional, Según Diversas Fuentes. Síntesis metodológica. Perú: Autor. Págs. 30 y 32.
[2] Ibíd. Pág. 32.
[3] Tratado de Alianza Colombia – Perú, firmado en Lima el 6 de julio de 1822, ratificado el 15 de julio de 1822. En: Documentos Archivo General San Martín. Comisión Nacional del Centenario. Buenos Aires, Argentina. Coni Hermanos. 1910. 12 volúmenes. Preámbulo. Tomo VI. Pág. 537. 
[4] Instructivo de Convocatoria para el Tratado de Unión. Simón Bolívar. En: Ibarguren, Carlos. San Martín íntimo. Buenos Aires, Argentina. Dictio. 1977. 
[5] Tratado de Alianza Colombia – Perú, firmado en Lima el 6 de julio de 1822, ratificado el 15 de julio de 1822. En: Documentos Archivo General San Martín. Comisión Nacional del Centenario. Buenos Aires, Argentina. Coni Hermanos. 1910. 12 volúmenes. Preámbulo. Tomo VI. Pág. 537.  En realidad, eran dos tratados complementarios, firmados simultáneamente, de 12 y 9 artículos, respectivamente.  
[6] Pérez, Antonio. Ideología y acción de San Martín. Eudeba. Buenos Aires, Argentina. 1966. Pág. 52.
[7] “El señor Carrión tiene talento, probidad y un patriotismo sin límites”. Carta de Simón Bolívar a Francisco De Paula Santander. 23 de febrero de 1825. Citado en Alva, Luis & Ayllón, Fernando. Selección y prólogo. En defensa de la patria: José Faustino Sánchez Carrión (Selección de escritos de José Faustino Sánchez Carrión). Pág. 3.
[8] Porras Barrenechea, Raúl. El Congreso de Panamá (1826). Imprenta la Opinión Nacional. Lima, Perú. 1930. Págs. 3 a 6. 
[9] Monteagudo, Bernardo. Ensayo sobre la necesidad de una Federación General entre los Estados Hispanoamericanos y Plan de Organización. Enero de 1825. Citado en: Galván, C. Monteagudo, ministro y consejero de San Martín. Claridad. Buenos Aires, Argentina. 1950. Pág. 243.  
[10] Ibíd. Pág. 244.
[11] Monteagudo, Bernardo. En: Galazo, Norberto. Seamos libres y lo demás no importa. Vida de San Martín. Ediciones Colihue. Argentina. 2000. Pág. Pág 473.