La nueva
película peruana “El evangelio de la carne” del director Eduardo Mendoza es,
entre muchas otras buenas cosas, una crítica virulenta, descarnada, al Perú neoliberal
oficial, que se pretende desesperadamente exitoso, moderno, desarrollado. Y
como solo ocurre con el buen arte, lo hace con la sutileza del realismo,
prescindiendo de discursos explícitos ideológicos o políticos. Simplemente muestra.
Deja ver, nada más.
La
construcción sólida, a ratos perfecta, de la mayoría de los personajes; el
telón de fondo de los exteriores en una Lima tan natural que parece esa por la
que transitamos por la mañana, casi sin darnos cuenta; pero sobre todo la rigurosa
exposición de las motivaciones sociales, logran el milagro de hacer visible de
manera irrebatible lo que la propaganda del poder y los complejos colectivos,
bien alimentados por los monopolios mediáticos, buscan barrer debajo de la
alfombra.
Se
trata de seres marginales, de ese tercio de limeños y limeñas que alguna vez
nos enteramos por cierta estadística apenas mencionada que están excluidos aún
del alcantarillado para el agua potable, pero que al mismo tiempo están
incluidos para disfrutar hipnotizados de la magia hídrica en colores del Parque
de las aguas, a solo cuatro soles la entrada y dos soles la combi para bajar y
volver al cerro.
Pero,
aunque son una parte significativa de la sociedad, ciertamente no son la
mayoría y como bien retrata la película, se mueven en las sombras y los bordes
de la Lima oficial. Justamente, las sombras y los bordes incómodos y molestos,
amenazantes, poblados de todo lo que nos asusta y de lo que huimos: la miseria
que pone en cuestión la seguridad propia y de los que más amamos; el lugar de
los perdedores en el Perú que sólo reconoce, despiadadamente, a los ganadores; la
tragedia frente a la cual no tenemos ninguna capacidad de defensa,
sobreviviendo al día como estamos todo el tiempo. Pero sobre todo, el delito,
la conducta por definición más anti social y condenable. ¿Por qué entonces nos
resultan tan accesibles e inmediatas sus historias y tragedias?
El
sociólogo norteamericano Roger Merton definía esencialmente al delito como
resultado de una paradoja. Por un lado el absoluto predominio, entre quienes
delinquen, de los fines capitalistas: la competencia despiadada, el éxito en competir
y vencer a los demás y en obtener lucro como los valores supremos ordenadores
que dan identidad y sentido a la vida. Por otro, la negación estructural de los
medios para lograr esos fines por vías legales para un sector de la población
marginada y excluida, y que, enfrentada a esta paradoja, puede o no optar por
la delincuencia, haciéndolo finalmente muchos de ellos.
En
esos fines hegemónicos compartidos radica nuestra inmediata comprensión y hasta
identificación con los personajes. Buscan lo mismo que nosotros, a fin de
cuentas, aunque lo hagan por otros medios que normalmente, o públicamente,
condenamos. No importa que vistamos o hablemos diferentes, o que no reparemos
en ellos cotidianamente; no importa cuánto temamos y busquemos huir de ellos y
su lugar. Finalmente, la atmosfera social que ellos respiran es exactamente la
misma que respiramos. Reconocemos de inmediato y sin esfuerzo el ambiente
hostil, donde hasta nuestras relaciones personales familiares están debilitadas
o rotas por la lucha inmisericorde por competir y ganar recursos siempre
escasos e inciertos. Nos resultan accesibles sin ningún esfuerzo la inseguridad
y la desprotección que viven, los mínimos humanos abandonados a la suerte de
cada cual. La ausencia de un país y una sociedad que sea comunidad y no un
indiferente sálvese quien pueda, no te quedes atrás, haz lo que sea.
Si
“lo social” es esencialmente el conjunto de sentidos y valores compartidos que
dan cohesión, que constituyen una comunidad, el realismo de la película hace
evidente, por más que requiera una segunda lectura atenta, el carácter de suyo
anti social, contrario a lo social, disolvente de lo social, de los valores
predominantes en el Perú actual. La estresante lucha despiadada por sobrevivir
o mejorar la vida; la soledad aplastante de un mundo signado por la indiferencia
hacia los demás; la mercantilización extrema, donde contradictoriamente hasta
las relaciones que consideramos espirituales, más íntimas y afectivas, y aún
las religiosas, son mediadas y finalmente subordinadas por la materialidad inhumana
del dinero.
En
esa radical disolución de lo social, de pérdida de sentidos compartidos, de
comunidad, los seres humanos sin embargo se aferran desesperadamente a la
construcción, aunque sea a escala micro social, en sub mundos y sub culturas,
de esos valores, sentidos e identidades comunes. La barra brava, la comunidad
religiosa, la asociación micro económica informal o delictiva, son todos
reemplazos imprescindibles de esa comunidad país en disolución y fragmentada.
Ante la ausencia de “meta relatos”, como los llama la intelectualidad
posmoderna, surgen micro relatos como repliegues tribales en busca desesperada
de algo de protección, seguridad, comunidad, afectos. La película entera puede
leerse también como un mar agitado o un magma candente en que salpican
violentamente los flujos y contra flujos de esa disolución y recomposición de
lo social.
El
telón de fondo del orden social capitalista neoliberal aparece en la película
con la fidelidad del documental, al borde del género fotográfico, silencioso,
sin aspavientos, naturalizado, tal cual opera en la realidad. El filme toma la
forma de lo que describe y por eso su realismo está exento de toda fórmula
explícita, en ese estricto sentido se puede decir que es despolitizado, como lo
son en la realidad los personajes que nos muestra.
Por eso,
la película puede ser también, si se quiere, únicamente un muy buen filme
policial dramático. Y aquí no ha pasado nada.
Ricardo
Jimenez A.
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