domingo, 27 de octubre de 2013

“El evangelio de la carne” Una crítica virulenta al Perú de la desprotección y la exclusión


La nueva película peruana “El evangelio de la carne” del director Eduardo Mendoza es, entre muchas otras buenas cosas, una crítica virulenta, descarnada, al Perú neoliberal oficial, que se pretende desesperadamente exitoso, moderno, desarrollado. Y como solo ocurre con el buen arte, lo hace con la sutileza del realismo, prescindiendo de discursos explícitos ideológicos o políticos. Simplemente muestra. Deja ver, nada más.
La construcción sólida, a ratos perfecta, de la mayoría de los personajes; el telón de fondo de los exteriores en una Lima tan natural que parece esa por la que transitamos por la mañana, casi sin darnos cuenta; pero sobre todo la rigurosa exposición de las motivaciones sociales, logran el milagro de hacer visible de manera irrebatible lo que la propaganda del poder y los complejos colectivos, bien alimentados por los monopolios mediáticos, buscan barrer debajo de la alfombra.
Se trata de seres marginales, de ese tercio de limeños y limeñas que alguna vez nos enteramos por cierta estadística apenas mencionada que están excluidos aún del alcantarillado para el agua potable, pero que al mismo tiempo están incluidos para disfrutar hipnotizados de la magia hídrica en colores del Parque de las aguas, a solo cuatro soles la entrada y dos soles la combi para bajar y volver al cerro.
Pero, aunque son una parte significativa de la sociedad, ciertamente no son la mayoría y como bien retrata la película, se mueven en las sombras y los bordes de la Lima oficial. Justamente, las sombras y los bordes incómodos y molestos, amenazantes, poblados de todo lo que nos asusta y de lo que huimos: la miseria que pone en cuestión la seguridad propia y de los que más amamos; el lugar de los perdedores en el Perú que sólo reconoce, despiadadamente, a los ganadores; la tragedia frente a la cual no tenemos ninguna capacidad de defensa, sobreviviendo al día como estamos todo el tiempo. Pero sobre todo, el delito, la conducta por definición más anti social y condenable. ¿Por qué entonces nos resultan tan accesibles e inmediatas sus historias y tragedias?
El sociólogo norteamericano Roger Merton definía esencialmente al delito como resultado de una paradoja. Por un lado el absoluto predominio, entre quienes delinquen, de los fines capitalistas: la competencia despiadada, el éxito en competir y vencer a los demás y en obtener lucro como los valores supremos ordenadores que dan identidad y sentido a la vida. Por otro, la negación estructural de los medios para lograr esos fines por vías legales para un sector de la población marginada y excluida, y que, enfrentada a esta paradoja, puede o no optar por la delincuencia, haciéndolo finalmente muchos de ellos.
En esos fines hegemónicos compartidos radica nuestra inmediata comprensión y hasta identificación con los personajes. Buscan lo mismo que nosotros, a fin de cuentas, aunque lo hagan por otros medios que normalmente, o públicamente, condenamos. No importa que vistamos o hablemos diferentes, o que no reparemos en ellos cotidianamente; no importa cuánto temamos y busquemos huir de ellos y su lugar. Finalmente, la atmosfera social que ellos respiran es exactamente la misma que respiramos. Reconocemos de inmediato y sin esfuerzo el ambiente hostil, donde hasta nuestras relaciones personales familiares están debilitadas o rotas por la lucha inmisericorde por competir y ganar recursos siempre escasos e inciertos. Nos resultan accesibles sin ningún esfuerzo la inseguridad y la desprotección que viven, los mínimos humanos abandonados a la suerte de cada cual. La ausencia de un país y una sociedad que sea comunidad y no un indiferente sálvese quien pueda, no te quedes atrás, haz lo que sea.
Si “lo social” es esencialmente el conjunto de sentidos y valores compartidos que dan cohesión, que constituyen una comunidad, el realismo de la película hace evidente, por más que requiera una segunda lectura atenta, el carácter de suyo anti social, contrario a lo social, disolvente de lo social, de los valores predominantes en el Perú actual. La estresante lucha despiadada por sobrevivir o mejorar la vida; la soledad aplastante de un mundo signado por la indiferencia hacia los demás; la mercantilización extrema, donde contradictoriamente hasta las relaciones que consideramos espirituales, más íntimas y afectivas, y aún las religiosas, son mediadas y finalmente subordinadas por la materialidad inhumana del dinero.
En esa radical disolución de lo social, de pérdida de sentidos compartidos, de comunidad, los seres humanos sin embargo se aferran desesperadamente a la construcción, aunque sea a escala micro social, en sub mundos y sub culturas, de esos valores, sentidos e identidades comunes. La barra brava, la comunidad religiosa, la asociación micro económica informal o delictiva, son todos reemplazos imprescindibles de esa comunidad país en disolución y fragmentada. Ante la ausencia de “meta relatos”, como los llama la intelectualidad posmoderna, surgen micro relatos como repliegues tribales en busca desesperada de algo de protección, seguridad, comunidad, afectos. La película entera puede leerse también como un mar agitado o un magma candente en que salpican violentamente los flujos y contra flujos de esa disolución y recomposición de lo social.            
El telón de fondo del orden social capitalista neoliberal aparece en la película con la fidelidad del documental, al borde del género fotográfico, silencioso, sin aspavientos, naturalizado, tal cual opera en la realidad. El filme toma la forma de lo que describe y por eso su realismo está exento de toda fórmula explícita, en ese estricto sentido se puede decir que es despolitizado, como lo son en la realidad los personajes que nos muestra.
Por eso, la película puede ser también, si se quiere, únicamente un muy buen filme policial dramático. Y aquí no ha pasado nada.

Ricardo Jimenez A.

                

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