El Perú
se ha visto sacudido por el escándalo desatado por el uso de ingentes recursos
públicos para custodiar, casi con rango presidencial, a un operador del
siniestro ex asesor de inteligencia Vladimiro Montesinos, actualmente
encarcelado al igual que el ex dictador del que recibió órdenes.
El
Presidente de la república, cuya imagen de debilidad y descontrol sobre los
subalternos ya no tiene regreso, ha optado por deslindar públicamente y casi
con desesperación de lo que llamó la “basura” montesinista. El fujimorismo, haciendo gala de la
desvergüenza pública que constituye su programa político esencial, ha visto la
oportunidad de oro para pretender traspasar el montesinismo al gobierno.
Pero
más allá de la superficie de estos hechos y declaraciones, que parecen ahondar
hasta el paroxismo la decadencia política peruana, lo que se revela es la
subyacente herencia fujimontesinista encarnada en la propia institucionalidad
del país.
En
el contexto de la aguda violencia política y el descrédito de las ideas
progresistas que dejó el trauma del terrorismo senderista hace ya dos décadas,
se generaron las condiciones para que la dictadura de Alberto Fujimori y su oscuro
asesor refundaran el Perú, su institucionalidad y su cultura política.
Los
ejes fundamentales de esta refundación fueron un radical predominio de los
poderes fácticos económicos y mediáticos, tanto internacionales como locales;
una violenta expropiación de derechos a las mayorías, vía destrucción de
derechos laborales y sociales; y una institucionalidad autoritaria que
garantizaba, mediante la Constitución y la impunidad a la represión de la
protesta ciudadana, la perpetuidad de este nuevo orden. Como elemento cultural
que actuaba de “cemento” cohesionador de todo el sistema jugaba un rol
fundamental la corrupción.
He ahí, en pocas palabras, la radiografía
estructural del neoliberalismo peruano. Esa
es la herencia institucional y cultural política que hasta hoy sustenta el
predominio de la economía neoliberal en el Perú. Salvo el breve gobierno de
transición post dictatorial de Valentín Paniagua, todos los gobiernos
posteriores han asumido, aceitado y perfeccionado el andamiaje de esa
maquinaria decadente y anti popular.
Por
eso, más allá del escándalo mediático y los usos oportunistas que unos y otros
pretenden del mismo, resulta objetivamente normal y natural que el gobierno Humala,
que traicionó la esperanza de desmontar ese orden para optar por la continuidad
neoliberal y del estado fujimorista, haya llegado a la última fase necesaria de
ese camino: el montesinismo.
Des-fujimorizar
la política y el estado peruano es la tarea pendiente. Y eso no se soluciona,
como creen los actuales dueños del Perú,
con toneladas de titulares confusos para desviar la atención.
Las
fuerzas políticas progresistas necesitan comprender cabalmente y confiar en la
dinámica de este proceso estructural subyacente, y encarar con decisión y a
contramano de los poderes fácticos y la clase tradicional dirigente, esa tarea histórica
de des-fujimorizar el Perú.
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