Ayer te vi, Bolívar, en un hermoso retrato.
Tu uniforme rojo y negro, con laureles dorados en los cuellos.
Pensé: “¡Qué bello, mi Bolívar!”, como decían las delegadas campesinas en el Apure, mirando tus fotos en los libros.
Como esa vez en un taller de formación, cuando tras mostrar una película tuya, unas jóvenes campesinas hicieron cuestión de Estado porque no debía ser negro sino blanco tu caballo.
Pero te confieso que como más me gustas, en verdad, es en harapos, a medio vestir y con poncho, cabalgando a degüello contra imperios y esclavitudes.
O como en tu lecho de muerte, cuando hubo necesidad de pedir una camisa prestada para cubrirte, porque la tuya estaba llena de agujeros.
Me gustas vestido con la torrencial soberanía de las selvas.
Con el chaleco del destino, a prueba de balas y traiciones.
Dictando a tus secretarios tres o cuatro cartas, proclamas y decretos, todas a la vez.
O subiendo solo, en medio de la guerra, al Chimborazo ecuatoriano, más de seis mil metros de rocas andinas, para delirar. Sí, para delirar.
Ayer te vi, Bolívar, el secreto de espadas en los ojos.
Y un niño que tarda años en dibujar tu rostro y tu rostro es un continente.
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